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Chamonix es el epicentro de los alpes que atrae cada año a miles de alpinistas, esquiadores y turistas, también bikers. Pero a lo largo de un siglo han ido quedando abandonadas viejas infraestructuras que pretendían conquistar la montaña, remontes, pistas de bobsleigh…, estructuras fantasma hoy engullidas irremediablemente por la naturaleza y que unimos por senderos en una jornada épica.
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Una sola vez: ese es el número de veces que me he tirado por el “couloir” Cosmique de Chamonix, un corredor de 45º, 800 metros de altura y 10 metros de anchura entre farallones rocosos. No lo volveré a hacer. Aquella experiencia de snowboard fue un episodio de apretar esfínteres en la que dependes de los piolets y de la suerte a partes iguales. De hecho, es el tipo de “gran día” que ha puesto a Chamonix en el mapa para la gente que quiere demostrar algo. Pero yo no tengo nada que demostrar. Ya no. Si puedo terminar un descenso en bicicleta o en snowboard sin lesionarme y con una sonrisa soy feliz.
Me encuentro, al lado del rider profesional suizo Ludo May y del local Jez Wilson, junto a una estación de remonte abandonada y bañada en colores otoñales. Miro a este ignominioso conducto asfixiado por el hielo que fue fuente de tanta angustia una década antes. Me alegro de que hoy nos centremos en la tierra, no en el hielo, y de que a nuestros pies se encuentren 1.400 metros verticales de un retorcido descenso alpino por un increíble sendero.
Aquí no hacen falta piolets, pero siempre hay lugar para el azar cuando se juega en el patio trasero de Chamonix. Nuestro sendero desciende por la ladera de la montaña en la línea más recta posible, con sólo un puñado de pequeños saltos, salvando más de un kilómetro vertical… como si lo hubiera dibujado en el mapa alguien con un bolígrafo que sabe que está a punto de quedarse sin tinta.
Conocemos sus retos, después de todo, acabamos de pasar cuatro horas subiendo este sendero con las bicicletas a cuestas desde abajo del todo. Conocemos las losas de roca resbaladiza que se esconden en las sombras otoñales y las curvas que pretenden tirarte del sendero en caída libre hacia el fondo del valle.
Pero, ¿por qué esperar algo diferente? Esto es Chamonix: una ciudad de montaña francesa con una imagen “extrema” y una reputación de celebrar el riesgo en su ADN. Una reputación que ha atraído a alpinistas, esquiadores y turistas durante un siglo y que ha dejado los picos que rodean la ciudad llenos de infraestructuras abandonadas, como la estación de remonte de los Glaciares, junto a la que nos encontramos.
Estos restos desechados de los repetidos intentos de conquistar picos escarpados y hostiles se han convertido en nuestra excusa para pasar un gran día en bicicleta. ¿Quién no aprovecharía la oportunidad de ir a explorar un montón de viejas estaciones de remonte fantasma unidas por una red de senderos?
Comenzamos nuestra misión temprano, lanzándonos directamente a la empinada subida con la estación de los Glaciares, a 2.404 metros de altura, en el punto de mira. Subimos entre árboles cubiertos de musgo y tomamos nota de las incómodas raíces y de las divertidas líneas que hay que esquivar o recordar durante la bajada, con la esperanza de que todavía haya suficiente luz para distinguirlas, algo que siempre es una apuesta cuando se combinan grandes recorridos con días cortos de otoño.
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Tras noventa minutos y seiscientos metros de subida, salimos a un claro junto a un alto edificio de granito: la estación de remonte abandonada de Para, construida en 1924. Salta hacia el cielo como si tratara de escapar de las intenciones asfixiantes del bosque, pero a nivel del suelo esta batalla ya la ha perdido. Los arbolitos brotan del cemento descascarillado de sus cimientos y las malas hierbas se asoman inquisitivamente al interior oscuro y húmedo del edificio. Seguimos su mirada hacia el interior para bajar una serie de escalones de piedra, antaño ornamentales, hacia los escombros dispersos, la maquinaria oxidada y el olor a grasa vieja. Un viejo teleférico remachado, que data de 1937, aún cuelga suspendido junto a su muelle.
Continuando la subida, salimos del bosque y entramos en la ladera de la montaña para pasar por las ruinas del refugio Pierre-Pointue. En la década de 1840 fue la primera parada de la recién popularizada ascensión al Mont Blanc, pero la antigua cabaña ya no es más que un cuadrado de cimientos desmoronados tragado por los arbustos de enebro que miran hacia el valle. Ahora, en lo alto de la línea de árboles, nuestra recompensa es visual.
Contemplamos las espectaculares crestas y el cercano glaciar Bossons, el impresionante pero escalofriante lugar donde descansan dos aviones de pasajeros de Air India que se estrellaron en 1950 y 1966. Y después de más de cuatro horas dejamos por fin nuestras bicicletas en la antigua estación de los Glaciares, la cima de nuestra ruta y nuestra vuelta en U para reclamar nuestra recompensa: 1.400 metros de descenso alpino.
Muy por encima de nuestras cabezas, a un tiro de piedra del infame “couloir” Cosmique, divisamos los diminutos fragmentos de una tercera estación de remonte abandonada anclada a un espolón rocoso otro kilómetro por encima de nosotros. No es más que un pequeño puesto de acero forjado construido durante el tsunami de la industrialización que arrasó los Alpes.
“Es una locura”, dice Ludo, sacudiendo la cabeza ante la silueta precipitada. Ludo creció al otro lado de los campos de nieve del Mont Blanc, cerca de Verbier (Suiza). Conoce las montañas desde que nació, pero la ambiciosa línea de remontes que estamos siguiendo es una infame revelación incluso para él.
Proyectada como penúltima parada del largo trayecto en teleférico hasta la Aiguille du Midi, de 3.842 m de altura, ahora el monumento más emblemático y visitado de Chamonix gracias a la nueva ruta del tranvía, esta plataforma expuesta quedó a merced de la alta montaña. Un descuido en las ambiciones de los ingenieros que costó la vida a cuatro trabajadores, uno de los cuales murió congelado mientras acampaba en la cima. Más tarde me enteré de que las piezas para construir esta estación superior fueron llevadas hasta allí por los propios trabajadores de la construcción, recorriendo un camino entre grietas hasta el cercano glaciar Mer de Glace, una caminata de dos días que humilla nuestra propia subida de cuatro horas.
Ya sea construyendo un remonte o subiendo una bicicleta a la montaña, los pagos alpinos se ganan a pulso: el yin y el yang de la aventura. Durante milenios, el ser humano ha asumido el riesgo en busca de recompensas, ya sea en forma de comercio en tierras lejanas o, ahora, como el simple subidón de endorfinas que produce el trazar con finura una técnica curva expuesta. Cualquiera que sea nuestra zona de confort personal, llevamos en la sangre el poner a prueba sus límites, intentando renegociar lo innegociable, y como ciudad alpina, Chamonix no es la única que se anima a ello sea cual sea la forma en que se abraza la montaña.
Con el sol deslizándose hacia el horizonte, comenzamos el descenso, abrazando lo que pueda venir. Quizá este sendero sea el espíritu de aventura reducido a sus elementos fundamentales: riesgo y recompensa. Me detengo un momento, interrumpido por un golpe de pedal en una piedra puesta de forma particularmente malvada en una curva, y pienso en la historia que se ha desarrollado aquí en esta inhóspita ladera.
En el canchal que nos rodea resonaban los gritos de los esquiadores, que se lanzaban a las laderas nevadas sin preparación, armados solo con un equipo primitivo y un espíritu pionero. Incluso se celebró aquí un campeonato de esquí francés en 1927 y una Copa del Mundo el año siguiente…, más de cincuenta años antes de que yo cogiera mi primer par de los que entonces eran unos esquís muy delgados. Humillado por este pensamiento, miro los 150 mm de suspensión y los neumáticos que amortiguan mi descenso y juro no volver a maldecir un sendero.
Atravesamos un terreno de juego alpino, los neumáticos crujen sobre la arena de granito y la escarcha del día hasta que nos engulle la línea de árboles. Acariciados por la escasa luz del sol, nuestro ritmo se acelera a medida que el sendero pasa del terreno rocoso a la tierra entre alerces dorados. Rebotamos por las raíces y tomamos las curvas, y rodamos junto a un torrente de origen glaciar que pasa por la entrada del túnel del Mont Blanc –un lugar que sufrió su propia tragedia en 1999– antes de entrar en un minicañón con paredes verticales de piedras alfombradas de musgo: las ruinas de la primera pista de bobsleigh olímpica de invierno, construida en 1924.
Los altos pinos conspiran para envolver esta antigua pista en el secreto. Se agrupan y brotan de sus muros de piedra como si trataran de sofocar la gloria de su pasado olímpico, un pasado en el que se produjeron lesiones (incluso en esa primera Olimpiada) y cuatro muertes que finalmente obligaron a su abandono en 1950. Bajamos por sus entrañas, serpenteando por esta pista de un kilómetro para trazar sus curvas mientras desaparece y reaparece, como si se aferrara a la supervivencia, entre los zigzags de la nueva autopista del túnel del Mont Blanc.
Al final, cuando la luz del día se apaga, nos detenemos en el fondo del valle y echamos un vistazo a los imponentes picos que tenemos a nuestras espaldas. Vemos cómo la lejana estación de los Glaciares se adentra en la oscuridad, como lo hace a diario desde hace casi un siglo. Hay silencio y frío en el aire. Este es un lugar de fantasmas, pero también de resistencia y esfuerzo, siempre lo ha sido. Sonreímos ante nuestro escaso logro y ante la "locura" del camino que acabamos de recorrer. Dados los fantasmas que nos rodean, nuestro triunfo puede ser minúsculo para los estándares de Chamonix, pero aquí, entre montañas que guardan sus recompensas con fiereza, cualquier victoria es especialmente dulce.
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