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Un grupo de amigos de distintas procedencias se reúnen en los Dolomitas para descubrir uno de los paraísos para cualquiera que ame las montañas. Y allí se produce la conexión… Con las montañas, con la bici, con los compañeros. “Dolomitas connection”.
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A nadie le gusta madrugar. Ni siquiera a nosotros, los fotógrafos, aunque luego nos ofrezca la recompensa de volver a casa con magníficas fotos iluminadas por la luz dorada del amanecer. Si dijera que sí, entonces sería un mentiroso o un masoquista. Así que aquí estoy, con los dedos de los pies entumecidos por el frío de la altitud, tan malhumorado como siempre, contemplando a las 5.20 de la mañana un oscuro sendero en la cresta de una montaña, preguntándome cuánto falta para mi primera taza de té.
Y entonces el sol se abre paso hacia arriba, escalando por detrás de un pico lejano, como un fénix radiante que surge de las brasas de la noche. En cuestión de segundos todo cambia. Sin duda, la naturaleza sabe cómo cambiar el estado de ánimo.
Clic, clic, clic. Capturo imágenes teñidas de oro en una tarjeta de memoria, convirtiendo un momento irrepetible en 24 millones de píxeles para la prosperidad… y para compartirlo con otros más tarde. Cómo he echado de menos eso de compartir estos momentos por culpa de la maldita pandemia.
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Así que pulso el obturador y escucho los clics, una especie de metrónomo que se superpone a una banda sonora de chillidos y gritos de alegría. Parece que no soy el único que se alegra de estar en esta montaña: un grupo de ciclistas reunidos de toda Europa y más allá, ahora conectados por el amanecer, el amor por los senderos y el odio a madrugar; ¿o tal vez sólo somos un grupo de masoquistas?
Montamos y volvemos a subir por esta estrecha cresta, recorriendo este delgado sendero hasta que las sombras se acortan y el cielo se convierte completamente en azul sobre nosotros mientras se llena de bandadas de hambrientos cuervos alpinos. Se arremolinan y se abalanzan acrobáticamente sobre nuestras cabezas, añadiendo sus propias voces dulces a la cacofonía de nuestra bandada, una sinfonía de emoción que rebota en las paredes de las escarpadas montañas.
Apenas dos semanas antes, estas mismas paredes rocosas recogieron el eco del estruendo de una etapa de las EWS, con riders que también, como nosotros, sin duda, encontraron conexiones: entre ellos, con los senderos, con la pasión por montar y las endorfinas y otros mil retos sensoriales que no se aprecian mientras montamos.
Bajamos por el sendero con los dientes apretados, persiguiendo las ruedas traseras del compañero que nos precede con el sueño imposible de llegar a pilotar como un rider de las EWS, trazando curvas y deslizándonos con demasiada velocidad hacia la enmarañada línea de árboles que nos espera.
Más abajo, en algún lugar fuera de la vista, se encuentra el pueblo de Canazei, con un montón de hoteles con sabor germánico que se enroscan en un empinado valle de los Dolomitas italianos. Es nuestra base durante unos días para explorar, montar y volver a conectar con todas esas cosas que han estado extrañamente ausentes de nuestras vidas durante los últimos 20 meses.
No deberíamos necesitar ninguna excusa para reencontrarnos con los amigos, pero montar en bicicleta parece una buena manera de apuntalar esa reconexión. Y así, bajo la apariencia de un proyecto de vídeo Pro Gear y una sesión de pruebas de componentes, Canazei se convierte en el punto de aterrizaje de un grupo de amigos que, separados desde hace mucho tiempo por la incómoda mezcla de fronteras y restricciones de la pandemia, se reúnen por fin.
Durante la cena, intercambiamos historias y brindamos por el reencuentro antes de trazar en los mapas líneas que exploraremos en los próximos días. Aquí, entre algunos de los picos más escarpados, afilados y fotogénicos de Europa, encontraremos innumerables oportunidades para compartir nuestra pasión por las grandes montañas y nuestro amor por la aventura que ineludiblemente conlleva montar en bici por un lugar así.
Empujamos y cargamos nuestras bicicletas por interminables zig zags de terreno suelto y empinado hacia la Marmolada, de 3.343 m de altura, el pico más alto de los Dolomitas, antes de trepar por la vasta plataforma de roca madre que se extiende como hormigón derramado a sus pies. El aire frío desciende de los glaciares de la Marmolada, condensando el sudor de nuestra empinada subida en nuestras camisetas y obligándonos a ponernos más capas… Y estamos en julio.
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Desde nuestra perspectiva miramos la enorme ladera de la montaña, como si se hubiera colocado ante nosotros una arrugada alfombra de picnic de tamaño gigante. En este entorno nos reducimos a pequeños puntos que descienden libremente por el lecho de roca hasta el inicio del sendero para afrontar los retos que nos esperan. Nos pasamos las bicis por tramos expuestos de una vía ferrata mientras sorteamos un sendero encaramado en lo alto de un acantilado, una inicio intimidante para un descenso de mil metros hasta el fondo del valle.
Una vez superado el vértigo, nos dejamos llevar por los prados alpinos, con la serenidad de las marmotas que silban, y nos adentramos entre robustos alerces hasta llegar a Canazei iluminados por linternas frontales y todos con las caras iluminadas por sonrisas compartidas.
Y cuando un par de días más tarde cambiamos nuestra base al refugio de Antermoia, a 2.497 metros de altura, nos encontramos con ganas de seguir explorando con nuestras bicis por encima de nuestra sencilla cabaña. Aquí, entre imponentes torres de roca implacable, a un mundo de distancia de las distracciones de Internet y los teléfonos móviles, empezamos a relajarnos de verdad y a encontrar nuestro lugar.
Empequeñecidos por un enorme anfiteatro de piedra moldeado durante milenios por la perseverancia del hielo y el agua, nos resulta fácil olvidar el tiempo y volver a centrarnos en cosas sencillas: montar en bici y reír. Saltamos de nuestras literas temprano para ver salir el sol y nos quedamos hasta tarde para verlo deslizarse tras las estoicas torres de piedra caliza, bañando el entorno con su luz dorada.
Y hago clic y clic para poder compartir esos momentos después, pero en el fondo no importa lo que registre mi tarjeta de memoria, sé que la verdadera belleza está allí, en vivir, en respirar y en compartir el momento con los amigos. En esos momentos fugaces volvemos a conectar, como ciclistas de montaña y como personas.
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